Terquedad y rumbo

A veces, cuando leemos un cuento, o una novela, cuando nos cuentan una historia o leemos algún reportaje, vamos imaginando como lucen los personajes, el lugar en el que se encuentran, la música de fondo. Armamos en nuestra cabeza una pequeña película que, a veces, se nos queda entre ceja y ceja, y cada visita a esa historia se va enriqueciendo con detalles, anécdotas o personajes de apoyo. Si hay algo más en ese relato, un trasfondo, algo que nos llame la atención sobremanera, un tema que nos es importante, entonces la historia trasciende a las páginas, toma forma y rumbo, tiene un propósito, justo como lo hablábamos anteriormente. Cuando eso pasa, cuando de verdad tenemos un propósito, también tenemos una especie de mapa donde podemos trazar los posibles caminos que nos lleven a la realización de esta hipotética película. En este punto del camino, se abren dos posibilidades: Hacemos la película, o no.
Dentro de esas dos grandes posibilidades hay miles de circunstancias que nos favorecen y otras que no tanto. El hecho de que el cine no sea prioridad en nuestras tierras es una gran negativa a sortear, cierto, pero las películas no se caen sólo por la falta de fondos, si no también, por increíble que parezca, se caen por la necedad del realizador.
Y es que, a veces, después de leer la historia, de verla en nuestra cabeza, de inventarle personajes de apoyo y giros de trama, y saborear los momentos y acariciar los efectos especiales que necesitaremos para sacar adelante tal o cual escena, resulta que el propósito, ese que da sentido y rumbo, nomás no está presente, y la nuestra es sólo otra historia. Es quizá la visión de la primera lectura la que nos enamora de y nos hace volver a visitar el relato una y otra vez, le vamos damos importancia hasta que ocupa una buena parte de nuestra agenda, y es sólo hasta que las circunstancias nos detienen del todo cuando nos damos cuenta de que, para ser francos, esa historia es un montón de imágenes y momentos visualmente esplendorosos, pero, da alguna forma, vacíos. ¿Cómo reconocerlos? No lo sabemos. Nuestra particular trayectoria está compuesta de un 90% de historias llenas de grandes momentos que no eran más que eso. Sin embargo, dedicar tanto tiempo al desarrollo guiones que no vieron la luz no ha sido perdida de tiempo, pues nos enseñó un par de lecciones muy valiosas: Por una parte, aprendimos que no todas nuestras ideas son grandiosas, y que alegría saberlo, pues esta certeza nos da nuevas herramientas para revisar a profundidad cada proyecto antes de echar a andar la máquina de producción; y la otra lección, quizá la más difícil, fue que aprendimos a soltar.
Si te vas, déjame una lana empezó como un largometraje que nuestros incipientes conocimientos de producción no podrían haber terminado como se proyectaba originalmente. Tuvimos que deshacernos de muchas ideas antes de poder llegar al primer día de llamado. Lo mismo con otros proyectos que se transformaron o que, de plano, simplemente no pasaron del papel por que, bien vistos, no eran más que caprichos que no podíamos permitirnos.
Así la paradoja, ser terco y seguir adelante con tus ideas es una característica necesaria para aquellos que van en el camino de eso que les interesa, que los motiva, que los apasiona; esto es indiscutible. Pero esa terquedad debe ser honesta para tener en claro por qué vamos en ese camino, y flexible para poder sobrevivir a las eternamente cambiantes circunstancias que nos rodean.
A todos nos llega el momento de preguntarnos cual es el sentido de todo esto. Cuando esten ahí, en ese momento en que les asalta le pregunta cuando deben seguir trabajando a pesar de anhelar rendirse al descanso o a la lagrima, cambien la pregunta y piensen en por qué es importante eso en lo que invierten tanto tiempo. Ojalá que encuentren respuestas, y estas los llenen. Ojalá que si, y que los proyectos fluyan; por que cuando uno sabe por que es importante seguir, ajustar, o dejar de producir, entonces las decisiones son más fáciles de tomar. Soltar no significa rendirse a la tragedia, si no darse a uno mismo un margen de maniobra para llegar a donde queremos ir. Hay que aferrarse a aquello en lo que uno cree, pero debes creerlo de veras. Aquel que no se sabe ateo no encuentra nunca sentido alguno a su peregrinaje.




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