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Desde niños, siempre nos costó trabajo confesar aquello que nos causaba admiración. Era verdaderamente complicado hablar de aquello que nos hacía sentir miedo. Nuestras inquietudes eran secretas porque, la mayoría de las veces, eran escuchadas con poca seriedad, etiquetadas como fantasías pueriles o temores sin sentido. Desde niños, era importante ser fuertes, bravos, y saber de cierto que era lo que uno quería hacer y cómo conseguirlo. Teníamos vedado acercarnos a la cocina si no era para pedir comida, o llorar a menos que fuera por algo que verdaderamente valiera una lágrima. Era menester tener aspiraciones gerenciales, médicas, o científicas, por lo que hablar acerca de historieta o cine era considerado otra más de aquellas bagatelas de infancia. Aunque, a decir verdad, entendemos el motivo de esta particular educación en la cual fuimos formados: Una de las mayores preocupaciones de nuestros padres es saber que estaremos bien una vez que salgamos de casa para valernos por nosotros mismos, por ello, dirigen nuestros pasos por el camino de un oficio que sea lo suficientemente rentable para cubrir nuestras necesidades de casa y comida. Más aún cuando uno crece en un círculo donde es fácil vagar entre vicios y malas compañías. En esas circunstancias, uno podría pensar que cualquier padre preferiría ver que su chamaco optara por el camino del arte o la filosofía a terminar con los vagos de la cancha; pero, con todo y que aquella semilla humanista abunda en esos círculos, pocas, poquísimas germinan en un marco de lo que socialmente se considera ser exitoso. Entonces la idea general de esos oficios es que se tratan de opciones poco realistas para la vida, una verdadera pérdida de tiempo.
Así que las circunstancias no nos eran favorables. Lo mejor era hacerse el duro, concentrarse en las matemáticas, buscarse eco en las feroces carcajadas de la burra dieciséis y hacerse de un lugar entre las filas y filas de niños que pugnaban por no ceder paso a la necesidad inmediata, y mirar al futuro. Y que problema sentirse conmovido por la puesta de sol o la vieja limosnera que dormía rendida en una esquina del mercado. O que la velocidad y la fuerza no te alcanzara para alcanzar al gandalla que te arrebataba los comics cuando, distraído, leías en la calle. O temer a las sombras y que te mandaran a sacar algo del cuarto de atrás, en plena noche, y no tuvieras más remedio que ir porque “ni hay nada”. Qué problema soñar con ciertas ideas acerca de dios y despertar aterrado. O que te llamara la atención la imagen de la compañerita, y nomás nunca supiste que decirle porque nunca aprendiste a hablar de las cosas que pasan por tu cabeza. Contrario a lo que pudiera parecer, este deber ser nos ayudó a encontrar aquello en donde verdaderamente nos sentíamos a gusto: Lo nuestro, lo verdaderamente nuestro, era fantasear con el gol del gane, con la épica lucha entre contrarios, con las palabras exactas hacia el motivo de tus anhelos. Esta fuente de emociones la encontramos en las imágenes, literarias o en la pantalla. Empezamos a escribir historias, y ya saben cómo nos va con ello. El acabose llegó cuando tuvimos una cámara de video en mano. No hicimos cortos en nuestra infancia, pero si jugábamos con las posibilidades narrativas de la edición en un viejo betamax, con cortes burdos, saltos de continuidad, una iluminación natural –para no decir que pobre- Descubrimos el potencial del audiovisual, y quedamos enganchados. Este descubrimiento, aunado a nuestro desordenado gusto por las películas de acción, nos orilló a decidirnos por este oficio. Éramos mejores urdiendo historias que pateando el balón, era obligatorio usar esa habilidad en nuestro beneficio, o beneplácito...
Así que, al final de la infancia, optamos por hacer las matemáticas y buscar eco en las carcajadas de la burra dieciséis para entretenernos mientras juntábamos anécdotas, crónicas de viajes, noches malas y muy buenas, memorias que han sacado a nuestros días de ese eterno domingo que suele ser la cotidianidad. Algo de todas esas cosas están ahí, en cada producción. A veces de forma velada, en otras, franca e impunemente, pero que en conjunto son una especie de pistas que nos dejamos para que, en casos como este, donde perdemos el rumbo y nos preguntamos para qué rayos estamos haciendo todo esto, regresemos a ellas y recordemos quienes fuimos, por qué elegimos seguir este camino, y por qué vale la pena continuar.


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